lunes, 14 de noviembre de 2016

“Señor, que vea”


“Señor, que vea” (Lc 18, 35-43). Un ciego, sentado al borde del camino, al escuchar que se acerca Jesús, se pone a gritarle a Jesús: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Los discípulos quieren hacerlo callar, pero el ciego grita aún más fuerte: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”. Finalmente, Jesús hace traer al ciego delante de él, le pregunta qué es lo que quiere y el ciego le dice que quiere ver: “Señor, que vea”. En vista a su fe, Jesús le concede lo que le pide y el ciego, inmediatamente, recupera la vista y comienza a seguir a Jesús, glorificándolo.
El ciego es un ejemplo, para nosotros, desde el punto de vista de la fe: demuestra tener un gran conocimiento de Jesús y esto se demuestra en dos hechos: por un lado, lo llama con un título real: “Hijo de David”, lo cual significa que lo reconoce como Rey; por otro, le pide un don que solo Dios puede hacer, y es devolverle la vista. Que el ciego tenga una fe no humana, sino celestial sobrenatural, se concluye por la respuesta de Jesús –le dice: “Tu fe te ha salvado”-, y en esto es para nosotros un gran ejemplo: cree en Jesús, porque ha oído hablar de Él, de sus maravillosos milagros, de sus enseñanzas celestiales, y es por eso que tiene una fe inquebrantable en Jesús, pero no en un Jesús humano, sino en un Jesús que tiene poderes de Dios, porque sabe que es Dios en Persona. Es decir, porque cree en Cristo Dios, es que le da a Jesús un título mesiánico y le pide un milagro que sólo Dios puede hacer: devolverle la vista.

“Señor, que vea”. Somos como el ciego del Evangelio, porque no vemos a Jesús con los ojos del cuerpo, y por ese motivo, decimos, junto con el ciego del Evangelio: “Señor, que yo te vea, con los ojos del alma iluminados por la fe de la Iglesia, en la Eucaristía, en donde estás Presente con tu Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad y que viéndote, te adore, adorándote, te ame, y amándote, salve mi alma”. 

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