viernes, 2 de diciembre de 2016

“Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”


(Domingo II - TA - Ciclo A - 2016-2017)

         “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 3, 1-12). Juan el Bautista predica en el desierto la necesidad de la conversión del corazón, porque “el Reino de los cielos está cerca” (…) aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. El los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”. Juan el Bautista predica la necesidad de la conversión, pero, ¿qué es la conversión? ¿En qué consiste? Para poder entender un poco mejor qué es la conversión pedida por la Escritura, podemos comparar al corazón con el girasol y a la conversión con el movimiento nocturno y diurno del girasol. Durante la noche, el girasol tiene sus hojas dobladas y cerradas sobre su corola la cual, a su vez, está inclinada hacia la tierra: podemos decir que es el corazón del hombre sin la conversión, cerrado en sí mismo, en su propio yo, en su propio ego; está a oscuras, porque no tiene la luz de Dios, y está inclinado hacia las cosas bajas de la tierra, porque no piensa en un destino trascendente, en algo que vaya más allá de esta vida, como la vida eterna; para este hombre no convertido, la oscuridad, el egoísmo, los placeres de la tierra, constituyen todo lo que tiene y todo lo que quiere; la noche, a su vez, es símbolo de la oscuridad que reina en su alma, como consecuencia de no conocer a Dios, que es Luz inextinguible. Esto es lo que sucede con el girasol en la noche, pero a medida que avanza la noche, cuando más oscura esta se pone, más cerca está el amanecer del nuevo día, y es así que, en el cielo, se observa una estrella resplandeciente, la más grande de todas las estrellas, la Estrella de la mañana o la Aurora, que anuncia el fin de la noche y la llegada del nuevo día; la Estrella de la mañana anticipa y precede al sol y su presencia es sinónimo de la inminente llegada del sol, que disipa las tinieblas con su luz. Esta Estrella de la mañana es la Virgen María, la Mediadora de todas las gracias, cuya llegada al alma, a la vida de una persona, anuncia la inminente llegada, a esa misma alma, de un nuevo día en su vida, el día sin ocaso, iluminado por el Sol eterno de justicia, Cristo Jesús. Cuando la Virgen llega a un alma, su llegada anticipa la llegada del Sol de justicia, Cristo Jesús, que ilumina con los rayos de su gracia las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia, y vence las tinieblas de la muerte y a las tinieblas vivientes, los demonios, e ilumina el alma con su propia luz, inaugurando así en el alma una nueva vida, no ya caracterizada por la noche y las cosas terrenas, sino por el nuevo día, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los hijos de la luz. Y así como el girasol, cuando aparece la Estrella de la mañana, que anuncia el nuevo día, comienza a despegarse de la tierra y a abrir sus pétalos, para orientar su corola hacia el sol y, cuando aparece el sol, lo sigue en su recorrido por el cielo, así también el alma, que recibe la Visita de la Virgen, Estrella de la mañana, recibe la gracia de la conversión, con lo cual el alma eleva su mirada hacia Jesucristo, el Hombre-Dios, Rey de cielos y tierra. Así, el alma que se convierte, deja de estar a oscuras y fija su vista en las cosas de la tierra, para elevar la mirada del alma a Jesucristo, Rey de reyes, y a desear las cosas del cielo. Con esta figura es como podemos graficar el proceso de conversión que pide la Escritura. La conversión es despegar el corazón de las cosas de la tierra y elevar la mirada del alma al Cordero de Dios, Jesucristo, que viene a nosotros por la Eucaristía y habrá de venir, al fin del tiempo, para juzgar a la humanidad.
         ¿Es necesaria la conversión? Absolutamente, porque el mismo Jesús lo dice: “Conviértanse, porque si no, todos ustedes perecerán”. Y el “perecer”, se refiere, no a la muerte primera, terrena, sino a la muerte segunda, la “eterna condenación”, de la cual pedimos ser librados en la Plegaria Eucarística I del Misal Romano. Es decir, no es indiferente convertirse o no convertirse, porque el Hombre-Dios dará la recompensa a quien lo haga, y castigará a quien no lo haga: “Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible”. No caben interpretaciones acomodaticias: “recogerá el trigo en el granero” quiere decir que dará el cielo eterno a quienes se esforzaron para vivir en gracia y observar con fe y con amor los Mandamientos de la Ley de Dios; “fuego inextinguible” a su vez se refiere al Infierno, adonde irán las almas de los réprobos, los que libremente decidieron vivir y morir en el mal, recibiendo en el Infierno lo opuesto a lo que reciben los bienaventurados en el cielo: si los santos en el cielo ven glorificados sus cuerpos y sus almas, en el Infierno, tanto el cuerpo como el alma, reciben un castigo que consiste en una doble pena: la pena de daño, que es el sufrimiento del alma al saber que nunca más verá a Dios, y la pena de sentido, que es el dolor del cuerpo resucitado pero no glorificado del condenado, que sufre dolores inimaginables a causa, precisamente del fuego, que quema no sólo el cuerpo, sino también el alma[1].
         “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”. En la voz del Bautista, la Santa Madre Iglesia nos concede, en Adviento, el tiempo y las gracias necesarias para que decidamos querer querer la conversión, como requisito para recibir en el corazón a Aquel que “bautiza en el fuego del Espíritu Santo”, Jesús Eucaristía.
        




[1] Así lo dice el Magisterio de la Iglesia pues la existencia del Infierno es un dogma y los dogmas pertenecen al depósito de la fe de una manera irreversible. Negar algún dogma significa negar la misma fe, pues supone negar la autoridad de Dios, que lo ha revelado. El dogma del Infierno: Primera proposición dogmática: “Existe el infierno, al que van inmediatamente las almas de los que mueren en pecado mortal” (De fe divina expresamente definida). Segunda proposición dogmática: “La pena de daño del infierno consiste en la privación eterna de la visión beatifíca y de todos los bienes que de ella se siguen” (De fe divina). Tercera proposición dogmática: “A la pena de daño del infierno se añade la pena de sentido, que atormenta desde ahora las almas de los condenados y atormentará sus mismos cuerpos después de la resurrección universal” (De fe divina). Cuarta proposición dogmática: “La pena de sentido consiste principalmente en el tormento del fuego” (De fe divina). Quinta proposición dogmática: “El fuego del infierno atormenta no sólo a los cuerpos, sino también a las almas de los condenados” (De fe divina). Sexta proposición dogmática: “Las penas del infierno son desiguales según el número y gravedad de los pecados cometidos” (De fe divina). Séptima proposición dogmática: “Las penas del infierno son eternas” (De fe divina). La existencia del infierno y de que es eterno, fue definido dogma de fe en el IV Concilio de Letrán. El Concilio IV de Letrán (1215) declaró: “Aquellos [los réprobos] recibirán con el diablo suplicio eterno” Dz 429; cfr. Dz 40, 835, 840. ¿En qué consisten las penas del infierno? El sufrimiento del alma por no poder ver a Dios, llamado pena de daño. El sufrimiento del cuerpo o pena de sentido.

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