miércoles, 4 de enero de 2017

Santísimo Nombre de Jesús


         Jesús, cuyo nombre le fue dado por el Ángel a la Virgen al anunciarle la Encarnación: “le pondrás por nombre Jesús porque Él salvará a su pueblo de sus pecados (…)”, también lleva el nombre de “Emanuel”, dictado también por el ángel: “le pondrás el nombre de Emmanuel” (cfr. Mt 1, 21.23), que significa “Dios con nosotros”.
         Ambos nombres -sea en su en sentido teológico, Jesús, como en su sentido profético, Emanuel-, hacen de Jesús el nombre más excelso y sublime que jamás haya existido sobre la tierra, y no lo existirá más, porque el nombre de Jesús contiene y encierra en sí mismo, en el misterio insondable del designio de Dios, la salvación de la humanidad y, aún más grandioso que la salvación misma, el hecho de la Presencia, por la Encarnación, del Verbo de Dios entre los hombres.
         Es necesario explayarnos brevemente en ambos significados –Jesús y Emanuel-, para poder apreciar el misterio de amor divino, insondable e inefable, que estos nombres encierran para el hombre.
         “Jesús” es el “Salvador”, lo cual lleva a preguntarnos: ¿de qué nos salva Jesús? Puesto que Jesús no es un hombre más entre tantos, ni siquiera un hombre santo, ni el más santo entre los hombres santos, sino el Dios Tres veces Santo, que es la Santidad Increada en sí misma y Fuente de toda santidad participada a la creatura humana y angélica, la salvación que viene a traernos Jesús no es intra-mundana, horizontal, inmanente a la historia humana; no es una salvación intra-histórica, materialista, subjetivista: es un salvación ante todo de orden espiritual, y esto se encuentra en las palabras mismas del ángel: “Él salvará a su pueblo de sus pecados”. Jesús viene a salvarnos del pecado, la mancha espiritual sinónimo de malicia, que contamina a todo hombre que viene a este mundo a partir del pecado original cometido por Adán y Eva en el Paraíso y que se transmite a la humanidad de hombre a hombre y de generación a generación. Así como apartó a Adán y Eva de la Presencia de Dios, así también el pecado aparta al hombre de Dios, siendo por lo tanto esta mancha espiritual la causa de la infelicidad espiritual, de la enfermedad, tanto física como espiritual, del dolor y de la muerte, tanto física y terrena como de la segunda muerte, la espiritual, la eterna condenación. Jesús viene a salvarnos del pecado, porque lavará los pecados del hombre con la Sangre Preciosísima que brota de sus heridas, al ser crucificado en el Calvario, Sangre que es derramada hasta la última gota al ser su Corazón traspasado por la lanza, para ser derramada sobre las almas de todos los hombres.
         Pero Jesús no sólo ha venido para salvarnos del pecado: ha venido para salvarnos de los otros dos grandes enemigos mortales de la humanidad, introducidos en el hombre a partir de Adán y Eva, y estos son la Muerte y el Demonio, por “cuya envidia entró la muerte en el mundo y en el alma del hombre”. El Demonio, cual bestia insaciable de muerte, pretendió devorar la carne del Redentor, dicen los santos, y en esta carne, que para el Demonio fue un cebo mortal, al estar encerrada en ella la Divinidad, encontró el Demonio su muerte y su derrota más completa: “Dios se hace perfecto hombre, sin que le falte nada de lo que pertenece a la naturaleza humana, excepción hecha del pecado (el cual, por lo demás, no es inherente a la naturaleza humana); de este modo ofrece a la voracidad insaciable del dragón infernal el señuelo de su carne, excitando su avidez; cebo que, al morderlo, se había de convertir para él en veneno mortal y causa de su total ruina, por la fuerza de la divinidad que en su interior llevaba oculta”[1].
         Pero si el hecho de la salvación de estos tres grandes enemigos mortales del hombre –el Demonio, el Pecado y la Muerte-, hacen del nombre de Jesús el nombre más grandioso que jamás alguien pueda pronunciar, el hecho de que Jesús sea el “Emamanuel”, el Dios con nosotros, expresa un misterio de amor divino que escapa a toda capacidad de comprensión por parte de la creatura humana. Así lo expresa San Máximo confesor: “La encarnación de Dios es un gran misterio, y nunca dejará de serlo. ¿Cómo el Verbo, que existe personal y substancialmente en el Padre, puede al mismo tiempo existir personal y substancialmente en la carne? ¿Cómo, siendo todo él Dios por naturaleza, se hizo hombre todo él por naturaleza, y esto sin mengua alguna ni de la naturaleza divina, según la cual es Dios, ni de la nuestra, según la cual es hombre? únicamente la fe puede captar estos misterios, esta fe que es el fundamento y la base de todo aquello que excede la experiencia y el conocimiento natural”[2]. En efecto, porque si “Jesús” expresa la salvación –lo cual es algo grandioso y un misterio del Amor Divino-, “Emanuel” expresa el misterio inconcebible, incapaz siquiera de ser imaginado por el hombre, porque se trata de la Presencia, en Persona, del Verbo de Dios que, encarnado, es decir, asumiendo en la unidad de su Persona Divina la naturaleza humana, viene a nuestro mundo, a nuestra historia, a nuestra vida personal, para conducirnos, a todos y cada uno de nosotros, mediante el don sacrificial de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Cruz primero y en la Eucaristía después, al Reino de los cielos, al seno del eterno Padre, luego de concedernos su misma filiación divina y unirnos a su Cuerpo para ser animados por su Espíritu, el Espíritu Santo.
         Si ya la salvación –trascendente, supra-histórica, sobrenatural-, expresada en el nombre de “Jesús” es un misterio del Divino Amor –porque Dios de ninguna manera estaba obligado a salvarnos-, el nombre de “Emanuel” expresa un misterio sobrenatural absoluto, al cual sólo se puede acceder por la iluminación del mismo Espíritu y el cual sólo puede ser contemplado, a la luz del mismo Espíritu, para luego caer en postración y adoración ante el Hombre-Dios, Jesús, el Emmanuel, “Dios con nosotros”.



[1] San Máximo Confesor, de los Capítulos, distribuidos en cinco centurias, Centuria 1, 8-13: PG 90, 1182-1186.
[2] Cfr. ibidem.

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