miércoles, 12 de abril de 2017

Miércoles Santo


“Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Jesús envía a sus discípulos a hacer todos los preparativos para la Pascua, y los envía a la casa de un discípulo anónimo –el cual, por otra parte, era evidentemente de una posición económica holgada, pues no era común tener una casa de dos plantas en ese tiempo-, para que les facilite el ambiente necesario para el cenáculo y todo lo demás para la Última Cena.
¿Quién sería este afortunado discípulo? Decimos afortunado, no porque poseyera una fortuna material, ya que eso es lo que se sugiere por el hecho de poseer una casa de dos plantas, sino por ser considerado digno de confianza por parte de Jesús, y de tal confianza, que lo ha elegido a él, para que le preste su casa, a fin de que pueda realizar el supremo acto de amor, antes de subir a la cruz, y es la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio ministerial. Nada se dice de este discípulo, a quien llamamos “afortunado” –y lo es, verdaderamente, y más que nadie-, porque goza de la total confianza y amistad con el Señor, al punto de ser Jesús quien, en Persona, le pide prestada su casa. Los Evangelios no registran su nombre, ni antes ni después, y permanece en el anonimato desde entonces, conocido sólo por Dios.

Pero, ¿es sólo este discípulo anónimo, el único afortunado? ¿No somos acaso también nosotros, los católicos, tan o más afortunados que Él? A él, Jesús sólo le pidió su casa, pero no le dio su Cuerpo y su Sangre; a nosotros, en cambio, nos da de su Cuerpo y su Sangre en cada Eucaristía, y con esto solo, ya nos podemos considerar los más afortunados de entre todos los hombres afortunados del mundo. ¿Y qué sucede con la casa? También en esto nos consideramos más que afortunados, porque al discípulo anónimo del Evangelio, Jesús le pidió su casa material, en cambio a nosotros, nos pide nuestra casa, sí, pero espiritual, es decir, nuestra alma y nuestro corazón, para morar en él, y es por eso que, a cada uno de nosotros, desde la Eucaristía, Jesús nos dice: “Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. Preparemos nuestras almas de la mejor manera posible, adornándola y embelleciéndola con la gracia santificante, para recibir al Señor Jesús, nuestra Pascua, que por la Eucaristía quiere convertir nuestro corazón en un Nuevo Cenáculo, en donde Él se sentará a la mesa con nosotros y cenará con nosotros y nosotros con Él, y la cena será la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre derramada en la cruz y recogida en el cáliz del altar, y el Pan de Vida eterna, su Cuerpo glorioso y resucitado.

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