viernes, 18 de mayo de 2018

“Que todos sean uno”



“Que todos sean uno” (Jn 17, 20-26). La unidad de la Iglesia Católica está dada, sobrenaturalmente, por el Espíritu Santo porque el Espíritu Santo es a la Iglesia lo que el alma es al cuerpo. Así como el alma da unidad y vida al cuerpo –sin el alma, el cuerpo se disgrega y muere-, de la misma manera, el Espíritu Santo da la vida de Dios, la vida de la gracia, al Cuerpo Místico de Cristo, y le da unidad, porque esa unidad es unidad de fe, ya que toda la Iglesia, dispuesta a lo largo y ancho del mundo, profesa una misma y única fe, la fe expresada en el Credo de los Apóstoles.
Dice así San Pedro Damián[1]: “La santa Iglesia, aunque diversa en la multiplicidad de las personas, está unificada por el fuego del Espíritu Santo”. De esta manera, confirma lo anteriormente dicho: es el Espíritu Santo el fundamento de la unidad de la Iglesia, que se mantiene una a pesar de que las personas que la componen pertenecen a diversas razas y naciones. Continúa: “Si, materialmente, aparece formada por muchas familias, el misterio de su unidad profunda no puede hacerle perder nada de su integridad: “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”, dice san Pablo (Rm 5,5)”. Cita a la Escritura para dar el fundamento de que es el Espíritu Santo “derramado en nuestros corazones” es el fundamento de la unidad de la Iglesia”. Luego: “Este Espíritu, sin duda alguna, es uno y múltiple al mismo tiempo, uno en la esencia de su majestad, múltiple en los dones y carismas concedidos a la santa Iglesia que él llena con su presencia”. El Espíritu Santo que le da unidad es uno porque Él en su esencia divina es uno y es múltiple porque da una multiplicidad de carismas a los integrantes de la Iglesia, tantos carismas cuantas personas hay en la Iglesia. A su vez, el Espíritu Santo es el que da a la Iglesia de ser una en toda su extensión universal y de estar “toda entera en cada uno de sus miembros: “Y este Espíritu es quien da a la Iglesia el poder ser, a la vez, una en su extensión universal y toda entera en cada uno de sus miembros...”.
La unidad en el Espíritu Santo es la que hace que los miembros de la Iglesia, que son numerosos y distintos, puedan dirigirse a Dios, cada uno, como si cada uno fuera la Iglesia, como si la Iglesia fuera esa sola persona: “Si los que creen en Cristo son uno, donde sea que uno de ellos se encuentre físicamente, el cuerpo de la Iglesia se encuentra todo entero allí por el misterio sacramental (…) Y cuando estamos solos podemos muy bien cantar: “Aclamad a Dios, nuestra fuerza; dad vítores al Dios de Jacob» (Sal 80,2)”.”. Pero también el misterio de unidad del Espíritu Santo hace que si muchos se congregan, puedan dirigirse a la Trinidad como si fueran uno solo: “Y todo lo que se puede decir del cuerpo entero se puede decir de cada uno de los miembros... Por eso, cuando se juntan distintos fieles, pueden decir: “Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado; protege mi vida que soy un fiel tuyo” (Sal 85,1).
Por lo tanto, el Espíritu Santo une a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo en un solo Cuerpo, de manera que uno puede hablar como si fueran muchos, es decir, todo el Cuerpo, y muchos pueden hablar como si fueran uno, es decir, también todo el Cuerpo: “Y no está fuera de lugar decir todos juntos: “Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca” (Sal 33,2), ni, cuando me encuentro solo, exclamar: “Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre” (Sal 33,4) y muchas otras expresiones parecidas. La soledad no priva a nadie de hablar en plural, y una multad de fieles puede muy bien expresarse en singular. El poder del Espíritu Santo que habita en cada uno de los fieles y los envuelve agrupándolos, hace que aquí haya una soledad bien poblada, y allá, una multitud que no forma más que una unidad”.
“Que todos sean uno”. Quien posee el Espíritu Santo, pertenece a la Iglesia, porque es uno con la Iglesia. Poseerán el Espíritu Santo todas las naciones de la tierra y en eso consiste el verdadero y único ecumenismo: que todas las naciones de la tierra se conviertan a la Iglesia Católica. El que no posee el Espíritu Santo, aun cuando esté materialmente dentro de la Iglesia, está fuera de ella.


[1] Cfr. Opúsculo 11 Dominus vobiscum, 6

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